Under the shadow of a tree
A la sombra de este arbol
Paolo Freire
Soledad-comunión
Posiblemente no interese a nadie la indagación de lo que me conduce hasta aquí, a la sombra agradable de este árbol y permanecer en ella, durante horas, solo, escondido del mundo y de los otros, haciéndome preguntas o discursos, no siempre provocados por mis preguntas.
De tanto acogerme a la sombra de este árbol, algún primer motivo se perdió ante el placer que me causa venir hoy aquí. Yo mismo me debo entregar al gusto de ir y vivir, de hacerlo más intenso en la medida que lo disfruto.
Venir, con la insistencia que lo hago, experimentar la soledad, aumenta en mí la necesidad de comunión. Aunque circunstancialmente sin compañía percibo la substantividad de “estar con”. Es interesante pensar ahora en qué medida fue importante, indispensable incluso estar con. Estar solo ha sido a lo largo de mi vida una forma de estar con. Nunca me retiro como quien tiene miedo de compañía, como quien se basta a sí mismo, o como quien se siente extraño en el mundo. Al contrario, retirándome conozco mejor y reconozco mi fi nitud, mi indigencia que me sitúan en permanente búsqueda, inviable en la soledad. Tengo necesidad del mundo de la misma forma que el mundo precisa de mí. El aislamiento sólo tiene sentido cuando, en vez de negar la comunión, la confirma como un momento suyo.
El aislamiento negativo no es el de aquel que tímida o metódicamente se retira sino el del individualista que, de forma egoísta, hace girar todo en torno a sí y sus intereses. Es la soledad de aquél, que incluso en medio de una multitud, sólo se ve a sí mismo, a su clase o grupo, negando en su ambición el derecho de los demás. Se trata de gente que cuanto más tiene, más quiere, no le importa los medios de los que se sirve. Gente insensible que une a la insensibilidad su arrogancia y maldad; que llama a las clases populares, si está de buen humor, “esa gente”, si está de mal humor, “gentuza”.
Me gustaría manifestar de inmediato mi recusación a cierto tipo de crítica cientifista que insinúa que falta rigor en el modo como discuto los problemas y en el lenguaje demasiado afectivo que uso. La pasión con que conozco, hablo o escribo no disminuye el compromiso con que denuncio o anuncio. Soy una totalidad y no ser un ser dicotòmico. No tengo una parte esquemática, meticulosa, racionalista y otra desarticulada, imprecisa, que quiere bien de manera simplista el mundo. Conozco con mi cuerpo entero, sentimiento, pasión. También razón.
Muchas han sido las reflexiones en torno a este o aquel desafío que me instiga, o sobre esta o aquella duda que me inquieta pero que también me devuelve a la incertidumbre, único lugar desde donde es posible.
revisar de nuevo necesarias certezas provisionales. No se trata de que nos sea imposible estar seguros de alguna cosa: imposible es el estar absolutamente seguros, como si la certeza de hoy fuese necesariamente la de ayer y continúe a ser la de mañana.
Siendo metódica, la certeza de la incertidumbre no niega la solidez de la posibilidad de conocer. La certeza fundamental: la de que puedo saber. Sé que sé. De la misma manera como sé que no sé lo que me permite saber: en primer lugar, puedo saber mejor lo que ya sé; en segundo lugar, puedo saber lo que todavía no sé; en tercer lugar, puedo producir un conocimiento todavía no existente.
Consciente de que puedo conocer social e históricamente, sé también que lo que sé no puede escapar a la continuidad histórica. El saber tiene historia. Nunca es, siempre está siendo. Pero esta situación no disminuye en nada, por un lado, la certeza fundamental de que puedo saber; por otro lado, la posibilidad de saber con mayor rigurosidad metódica, lo cual aumenta el nivel de exactitud de lo descubierto.
Saber mejor lo que ya sé implica, a veces, saber lo que antes no era posible saber. De ahí la importancia de educar la curiosidad que se constituye, crece y se perfecciona con el propio ejercicio.
La educación de la “respuesta” no ayuda nada a la curiosidad indispensable para el proceso cognitivo. Al contrario, ella resalta la memorización mecánica de los contenidos. Sólo una educación de la “pregunta” agudiza, estimula y refuerza la curiosidad.
Evidentemente que el error de una educación de la respuesta no está en la respuesta sino en la ruptura entre ésta y la pregunta. El error consiste en que la respuesta es proclamada independientemente de la pregunta que la provocaría. De igual forma, la educación de la pregunta estaría equivocada si la respuesta no se percibiese como parte de la pregunta. Preguntar y responder son caminos constitutivos de la curiosidad.
Es necesario estar siempre a la espera de que un nuevo conocimiento surja, superando a otro que, ya habiendo sido nuevo, envejeció.
La Historia es un llegar a ser como nosotros, seres limitados y condicionados, y como el conocimiento que producimos. Nada por nosotros engendrado, vivido, pensado o hecho explícito se da fuera del tiempo, de la Historia. Tener certeza, tener dudas, son formas históricas del estar siendo.
Soporte y mundo
Sería impensable un mundo en el que la experiencia humana se diese fuera de la continuidad, es decir, fuera de la Historia. La proclamada “muerte de la Historia” implica la muerte de las mujeres y de los hombres. No podemos sobrevivir a la muerte de la Historia que, construida por nosotros, nos hace y rehace. Lo que acontece es la superación de una fase por otra, lo que no elimina la continuidad de la Historia en el interior del cambio.
Es imposible cambiar el mundo -que, para ser tiene que estar siendo- en algo inmóvil, en el que nada ocurre fuera de lo establecido. Un mundo, plano, horizontal, sin tiempo. Algo así es incluso compatible con la vida animal pero incompatible con la existencia humana. En este sentido, el animal se adapta a su “soporte”, mientras que el ser humano, integrándose en su contexto, para intervenir en él, lo transforma en mundo. Por eso podemos contar la historia de lo que ocurre en nuestro “soporte”, en nuestro entorno, hablar de las diversas formas de vida que en él acontecen, al paso que la Historia que tiene lugar en el mundo es la realizada por los seres humanos.
Si la comunicación y la intercomunicación son procesos que se verifican en el “soporte”, en la experiencia existencial tienen una connotación especial. Aquí la comunicación y la intercomunicación implican la comprensión del mundo. La vida en el “soporte” no implica el lenguaje ni la postura erecta que permitió la liberación de las manos. El “soporte” se hace mundo, y la vida, existencia a medida que crece la solidaridad entre la mente y las manos; en proporción a como el cuerpo humano se hace cuerpo consciente, captador, capaz de aprender, transformador del mundo y no espacio vacío a ser llenado por los contenidos.
Ponerse erecto, producir instrumentos, cazar en grupo, hablar, comprender, comunicar y comunicarse son quehaceres solidarios, a un tiempo causa y efecto de la presencia de lo humano, de la invención del mundo y de la superación de nuestro “soporte”. Estar en el mundo implica necesariamente estar con el mundo y con los otros. Para el ser que simplemente está en el soporte, sus actividades en él son un simple “moverse” en el mundo; contexto histórico social, cultural; los seres humanos “interactúan” más de lo que “se mueven”.
En este sentido la transición del “soporte” al mundo implica la invención de técnicas y de instrumentos que hacen más fácil la intervención en el mundo. Una vez inventadas y aplicadas, hombres y mujeres no paran de reinventarlas y de producir nuevas técnicas con las que perfeccionan su presencia en el mundo. Toda intervención en el mundo implica una cierta comprensión del mismo, un saber sobre el proceso de actuación, un inventario de los hallazgos pero, sobre todo, una visión de los fines que con ella se proponen. La creación se intensifica a medida de la aceleración del ritmo de los cambios logrados por las técnicas cada más adecuadas a los desafíos. La rigurosidad del método científico provoca una mayor exactitud en los descubrimientos.
El período de tiempo entre cambios significativos disminuye cada vez más. En ciertas áreas de la ciencia y la tecnología actual algunos meses son suficientes para hacer viejo un procedimiento. A veces, razones puramente económicas retrasan este envejecimiento. Los recursos empleados en la construcción de algún procedimiento o instrumento tecnológico no han sido todavía recuperados y éste ya resulta obsoleto, aunque se mantenga eficaz.
Reflexionar, evaluar, programar, investigar, transformar son especificidades de los seres humanos en el mundo y con el mundo. La vida se torna existencia y el entorno, mundo, cuando la conciencia del mundo, que implica conciencia de mí, al emerger ya se encuentra en relación dialéctica con el mundo. La cuestión de la tensión conciencia-mundo, que implica relaciones mutuas, ya llevó a Sartre a decir que “conciencia y mundo se dan al mismo tiempo”. Las relaciones entre ambos son naturalmente dialécticas, sin importar la escuela filosófica de quien las estudia. Mecanicistas o idealistas, no pueden alterar la dialéctica concien- cia/mundo y subjetividad/objetividad. Esto no implica que nuestra práctica idealista o mecanicista se presente exenta de su error fundamental. Son un error rotundo los intentos de acción que se fundamentan en la concepción de la conciencia como constructora arbitraria del mundo y defienden que cambiar el mundo demanda antes “purificar” la conciencia moral. De igual forma, proyectos basados en una visión mecanicista, según la cual la conciencia es un puro reflejo de la materialidad objetiva no se libran del castigo de la historia.
Muchos sueños posibles fueron inviables por el exceso de certeza de sus agentes, por el voluntarismo con que pretendían modelar la Historia en lugar de hacerla con los otros, realizándose en ese mismo proceso. Si la Historia no es una entidad superior que vuela sobre nuestra cabezas y nos posee, tampoco puede ser reducida a objeto de nuestra manipulación.
A causa de negar la tensión dialéctica conciencia/ mundo, cada cual a su manera, idealistas y mecanicistas obstaculizan el entendimiento correcto del mundo. Esa es una cuestión que me preocupa y a la que siempre intento responder, coherentemente, con mi sueño democrático. Rara es la vez que a la sombra de este árbol no me inquieto en torno a esta cuestión.
No soy un ser en el “soporte” sino un ser en el mundo, con el mundo y con los otros; un ser que hace cosas, sabe e ignora, habla, teme y se aventura, sueña y ama, se indigna y se encanta. Un ser que rehúsa aceptar la condición de mero objeto; que no baja la cabeza ante el indiscutible poder acumulado por la tecnología porque, reconociéndola como producción humana, no acepta que ella en sí misma sea mala. Soy un ser que rechaza pensarla como si fuese una obra del demonio para echar a perder la obra de Dios.
No me basta con decir: “¿qué hay que hacer?”. La tecnología necesariamente conlleva el automatismo y éste, el desempleo. Los desempleados que se apañen; que procuren el ocio, un tema fundamental de la “postmodernidad”. ¡No!.
El estado no puede ser tan liberal como a los liberales les gustaría que fuese. Es tarea de los partidos progresistas luchar a favor del desarrollo económico, de la limitación del tamaño del Estado. Este no puede ser un señor todopoderoso ni un lacayo cumplidor de las órdenes de aquellos que viven bien. Los proyectos de desarrollo económico no pueden excluir a las mujeres y a los hombres de la historia en nombre de ningún fatalismo.
Mi radicalidad me exige una absoluta lealtad al hombre y a la mujer. Una Economía incapaz de programarse en función de las necesidades humanas, que convive indiferente con el hambre de millones a quienes todo les es negado, no merece mi respeto de educador ni, sobre todo, mi respeto como persona. Y no me digan que “las cosas son así porque no pueden ser diferentes”. No pueden ser de otra manera porque, si lo fuesen, herirían el interés de los poderosos: sin embargo, éste no puede ser el determinante esencial de la práctica económica. No me puedo volver fatalista para satisfacer los intereses de los poderosos. No puedo tampoco inventar una explicación “científica” para encubrir una mentira.
El poder de los poderosos siempre procuró aplastar a los que no tienen poder. Pero, al lado del poder material siempre ha estado otra fuerza, la fuerza ideológica, fuerza material también, reforzando aquel poder. El avance tecnológico propicia con enorme eficacia el soporte ideológico al poder material.
Una de las tareas más importantes para los intelectuales progresistas es desmitologizar los discursos post modernos sobre lo inexorable de esta situación. Rechazo de forma vehemente tal inmovilización de la historia.
La afirmación de que “las cosas son así porque no pueden ser de otra forma” es odiosamente fatalista pues decreta que la felicidad pertenece solamente a los que tienen poder. Los pobres, los desheredados, los excluidos estarían destinados a morir de frío, no importa si en el Norte o en el Sur del mundo.
Si el poder económico y político de los poderosos desaloja a los débiles de los mínimos espacios de supervivencia, no es porque así deba ser. Es preciso que la debilidad de los débiles se transforme en una fuerza capaz de instaurar la justicia. Para ello es necesario un rechazo definitivo del fatalismo. Somos seres de transformación y no de adaptación.
No podemos renunciar a la lucha para el ejercicio de nuestra capacidad y de nuestro derecho a decidir y a romper sin el cual no podemos reinventar el mundo. En este sentido insisto en que la Historia es posibilidad y no determinismo. Somos seres condicionados pero no determinados. Es imposible entender la Historia como tiempo de posibilidad si no reconocemos al ser humano como un ser de decisión y de ruptura. Sin este ejercicio no es posible hablar de ética.
Mi primer mundo
Porque soy un ser en el mundo y con él, tengo no un trozo inmediato del “soporte”, sino que tengo mi mundo más inmediato y particular: la calle, el barrio, la ciudad, el país, el “quintal” de la casa donde nací, aprendí a andar y hablar, donde recibí mis primeros sustos, mis primeros miedos. Un día, a los cinco años, adiviné que había un desacuerdo en las relaciones entre mi padre y mi madre. No tenía, no podía tener conciencia de la profundidad y de la extensión de aquella situación. De repente me sentí como si la tierra desapareciese bajo mis pies. La falta de seguridad me hizo más frágil. Aquella noche dormí sobresaltado: soñé que me hundía en la orilla de un hondo barrizal de donde, con mucho esfuerzo, milagrosamente me salvaron.
La seguridad retornó en la medida en que, necesitado de ella, procuraba encontrarla no en ella misma sino en las relaciones entre mi padre y mi madre. Es allí donde debería estar. Por la mañana, cuando me levanté percibí satisfecho que mi seguridad estaba en la forma como mis padres hablaban entre sí y me hablaban.
Mi primer mundo fue la parte trasera de mi casa, con sus árboles, “cajueiros” frondosos casi arrodillándose en el suelo sombreado, “jaqueiras” y “barrigudei- ras”. Arboles, colores, olores, frutas que, atrayendo a diversos pájaros, se ofrecían como espacio para sus cantos.
No fue casualidad la elección del título de este libro aparentemente desconectado del texto. Me devuelve a la parte trasera de mi casa cuya importancia destaco en mi vida.
El “quintal” de mi infancia se va desdoblando en tantos otros espacios, no necesariamente otros “quintales”. Sitios en los que este hombre de hoy viendo en sí aquel niño de entonces, aprende para ver mejor lo antes visto. Ver de nuevo lo antes visto casi siempre implica ver ángulos no percibidos. La lectura posterior del mundo puede realizarse de forma más crítica, menos ingenua, más rigurosa.
Aquel espacio fue mi inmediata objetividad. Fue mi primer no-yo geográfico después mis no-yos personales fueron mis padres, mi hermana, mis hermanos, mi abuela, mis tías y Dadá, una bien querida mamá negra que, pequeña todavía se había unido a la familia a fines del siglo pasado. Fue a través de esos diferentes no- yos como constituí mi yo. Yo hacedor de cosas, yo pensante, yo que habla.
Cuando pensaba que ya había olvidado aquel espacio, que poco tenía que ver con él, me reaparece en pleno exilio en una tarde fría del invierno en Ginebra. Tarde en la cual al leer una carta que me llega de Recite, de repente, como por arte de magia, retrocedo en el tiempo y casi me veo niño en la finca frondosa, aprendiendo a leer con mi padre y mi madre, escribiendo frases y palabras en el suelo sombreado por los árboles. Aquella tarde, descubrí que la nostalgia de mi tierra se había ido gestando en la relación que yo había vivido con mi “quintal”.
Brasil, en la forma que para mí existe, difícilmente existiría sin mi “quintal” al que se añadieron calles, barrios, ciudades. La tierra que la gente ama, de la cual habla, a la que se refiere, tiene siempre un espacio, una calle, una esquina, un olor de tierra, un frío que corta, un calor que sofoca, un valor por el que se lucha, una caricia, una lengua que se habla con diferentes entonaciones. La tierra por la que a veces se duerme mal, tierra distante por causa de la cual la gente se aflige tiene que ver con el lugar de la gente, con las esquinas de las calles, con sus sueños. En un cierto momento, el cariño por nuestro lugar se hace extensivo a otros lugares y termina por alojarse en un espacio más amplio del que nos sentimos hijos, en el que echamos nuestra raíces, nuestra ciudad.
Antes de ser un ciudadano del mundo, fui y soy un ciudadano de la ciudad de Recife a la que llegué a partir de mi “quintal”, en el barrio de Casa Amarela. Cuanto más enraizado estoy en mi localidad, tantas más posibilidades tengo de explayarme, de sentirme ciudadano del mundo. Nadie se hace local a partir de lo universal. El camino existencial es inverso. Yo no soy antes brasileño para ser después recifense. Yo soy primero recítense, pernambucano, del nordeste. Después brasileño, latino-americano, ciudadano del mundo. Por eso, en el exilio, mi nostalgia fundamental no era una nostalgia de Recife; incluía la nostalgia de mi “quintal”. Pero mi nostalgia de Brasil, pasando por la nostalgia de Recife que la hacía auténtica, no se limitaba sólo a ella. Ni siquiera a nostalgias más singulares, más particulares como la de las esquinas de ciertas casas o plazas, la de la Casa Forte, la de Chora Menino o la del Derby.
Yo tenía nostalgia del Brasil, por tanto de Recife, de Río, de Natal, de Porto Alegre, de Manaos, de Fortaleza, de Curitiba, de Joao Pessoa, de Sao Luiz, de Belo Horizonte, de Florianópolis, de Sao Paulo, de Goiana... Al Brasil como un todo le hacía falta esa unidad en la diversidad que expreso cuando digo: “soy brasileño, sin arrogancia; pero lleno de confianza, de identidad, de esperanza de que, en la lucha, nos reconstruiremos, llegando a ser una sociedad menos injusta”.
Cuando digo “soy brasileño”, siento que soy algo más que cuando digo “soy recítense”. Pero al mismo tiempo sé también que no me podría sentir tan intensamente brasileño si no tuviese en Recite mi marco natural en el que se genera mi “brasilidad”. Por ello, permítaseme la obviedad, mi tierra no es solamente el contorno geográfico que tengo claro en mi memoria y puedo reproducir con los ojos cerrados, sino que sobre todo es un espacio en el tiempo, geografía, historia, cultura. Mi tierra es dolor, hambre, miseria y esperanza de millones, igualmente hambrientos de justicia.
Mi tierra es la coexistencia dramática de tiempos diferentes confundiéndose -en un mismo espacio geográfico- atraso, miseria, pobreza, hambre, tradicionalismo, conciencia mágica, autoritarismo, democracia, modernidad y postmodernidad. El profesor que en la universidad discute sobre la educación y la postmodernidad es el mismo que convive con la dura realidad de decenas de millones de hombres y de mujeres que mueren de hambre.
Mi tierra es hermosa en aguas que se precipitan, en ríos y playas, en valles y florestas, en bichos y aves. Cuando pienso en ella, veo cuánto nos queda aún por caminar, luchando por superar estructuras perversas de expolio. Por ello cuando estuve lejos de ella, mi nostalgia jamás se redujo a un llanto triste, a una lamentación desesperada. Pensaba en ella y en ella pienso como un espacio histórico, contradictorio que me exige como a cualquier otro decisión, toma de posiciones, ruptura, opción.
Estando a favor del algo o de alguien me encuentro necesariamente en situación de estar contra alguien. “¿Con quién estoy? ¿Contra qué y quién estoy?”. Pensar en mi tierra sin hacerme estas preguntas y sin responder a ellas me llevaría a puros idealismos ajenos a la realidad. La falta de claridad en cuanto a los problemas implicados en estas indagaciones y el desinterés por ellos nos hace solidarios con los violentos y con el (des)-orden que les sirve.
Servir al orden dominante, es lo que hacen hoy intelectuales antes progresistas que negando a la práctica educativa cualquier intención desveladora, reducen la educación a pura transferencia de contenidos “suficientes” para la vida feliz de la gente. Consideran feliz la vida que se vive adaptados al mundo, sin ira, sin protesta, sin sueños de transformación. Lo irónico en esta adhesión a veces entusiasta de antiguos militantes progresistas al pragmatismo está en que, acogiendo lo que les parece nuevo, reencarnan fórmulas viejas, necesarias para preservar el poder de las clases dominantes.
Y esto lo hacen con aires de quien se siente al día, de quien supera las “antigüedades ideológicas”. Hablan de la imperiosa necesidad de programas pedagógicos profesionalizantes pero vacíos de cualquier intención
de comprensión crítica de la sociedad.¡Este discurso es realizado en nombre de posiciones progresistas!. Sin embargo, esto es tan conservador como es falazmente progresista la práctica educativa que niega la preparación técnica al educando y solamente trabaja la realidad política de la educación. El dominio técnico es tan importante para el profesional como lo es la comprensión política para al ciudadano. No es posible la separación.
El buen carpintero que no lucha por ampliar su espacio político, o que no combate socialmente para mejorar su situación, de la misma forma que el buen ingeniero que abandona la lucha por los derechos y deberes del ciudadano, terminan por trabajar en contra de la eficacia profesional.
Mujeres y hombres continuamos siendo lo que Aristóteles decía que éramos: animales políticos. Continuamos por tanto siendo, en consecuencia, aquello en que nos convertimos: animales políticos.
Por todo esto, mi tierra implica mi sueño de libertad que no puedo imponer a nadie, y por el que siempre he luchado. Pensar en ella es asumir ese sueño que me alienta. Es luchar por ella. Nunca pensé en mi tierra de una forma ridiculamente sentimental: ella no es superior o inferior a otras tierras. La Tierra de la gente es su geografía, su ecología, su topografía y biología. Ella es tal como organizamos su producción, hacemos su historia, su educación, su cultura, su comida y su gusto al cual nos acostumbramos. La tierra de las personas implica lucha por sueños diferentes, a veces antagónicos, como los de sus clases sociales. Mi tierra no es, finalmente, una abstracción.
1995